RECUERDOS CON OLOR A LÁPIZ UN CUENTO PARA REPENSAR LA CALIDAD EDUCATIVA A ESCALA HUMANA

Un cuento para redescubrir el sentido de lo sensible y humano en el aula, como posibilidad de dimensionar la calidad educativa a escala humana

RECUERDOS CON OLOR A LÁPIZ UN CUENTO PARA REPENSAR LA CALIDAD EDUCATIVA A ESCALA HUMANA
RECUERDOS CON OLOR A LÁPIZ UN CUENTO PARA REPENSAR LA CALIDAD EDUCATIVA A ESCALA HUMANA

RECUERDOS CON OLOR A LÁPIZ

UN CUENTO PARA REPENSAR LA CALIDAD EDUCATIVA A ESCALA HUMANA

 

Carlos Eduardo Mejía Bustamante

Docente del Centro de Pensamiento la Esperanza “Don Pedro Laín Entralgo”

Universidad La Gran Colombia

Armenia, Quindío, Colombia

Aquella mañana, el gallo de la casa del profesor José Armando no anunció el inicio de la nueva alborada que traía consigo los primeros rayos de un sol veraniego. En silencio dejó que la madrugada siguiera su curso, abriéndose camino hacia una mañana como todas, y al mismo tiempo, vestida extrañamente en un manto lechoso de neblina húmeda que presagiaba un día abrumador; un día de los que aferran a los cuerpos las camisas y las blusas, como tratando de sostenerlos, para que no desmayen en el intento de vivir cada día.

El profesor José Armando, abrió sus ojos a las cinco, de una madrugada serena con una mezcla de penumbra y silencio; y como siempre, dibujó una sonrisa de gratitud. La muerte le había permitido otro día ardiente; un privilegio que no tuvo el gallo, que por muchos años despertó al mismo tiempo que el profesor José Armando, creyendo ser el fiel despertador de su viejo amigo.

El profesor se incorporó de la cama dejando en ella la silueta de una historia de sueños que no se cumplieron y que lentamente se desvanecían con el silencioso retorno de su viejo colchón.

 

Mientras que calentaba agua para el café, se mojó la cara en el agua fresca de una ponchera escarchada, se miró al espejo con la paciencia de una andadura silenciosa y tratando de encontrase a sí mismo volvió a mirarse y por primera vez vio que sólo habían pasado sus años y que tras los surcos irónicos de la vida y el brillo de las canas entramadas, estaban aún las esperanzas y los sueños.

En aquel momento el universo del profesor quedó suspendido en vilo ante el escenario de una metanoia conquistada sobre su propia humanidad, fue la sensación profunda de volver a experimentar el primer amor de un himeneo olvidado. En este punto, el agua hirviente del café interrumpió este reencuentro dejando en suspenso lo que habría que procesionar en la humanidad profunda del profesor José Armando.

 

Preparó el café con la solemnidad de una clase y se tomó su tiempo para revolverlo haciendo girar su mano con un movimiento, que evocaba sus planas de caligrafía. Tomando la tasa con sus dos manos se sentó en un viejo taburete que tenía esculpida en su piel la figura menuda del profesor. Mientras tomaba el café miraba a su gallo quieto y en silencio al pie de su ventana y mientras lo miraba respetuosamente, pensaba las muchas veces que el gallo acompañaba con su canto gangoso la sonrisa de gratitud de todas las mañanas.

Luego de un rato se incorporó y se vistió con su acostumbrada ropa blanca de pliegues almidonados, refrescó su rostro navegado con una colonia que pareciera ser fabricada sólo para el profesor José Armando, era una colonia con aroma a agua de azahares. Ya listo, tomó su viejo maletín, un maletín con el cuero surcado como su rostro, que guardaba en su interior un inolvidable olor a lápiz y las hojas amarillentas de escritos con un trazo intachable, como si en el acto de escribir el tiempo se hubiese detenido en complicidad con sus pensamientos.

Con paso apresurado y menudo salió para la escuela, dejando, tras de sí, el rastro de azahares, que delataba su paso alentando las esperanzas de aquellos que sembraron en las manos del profesor la educación de sus hijos.

 

Como siempre, los niños lo esperaban en el salón de clases, y por primera vez no entró directo a su escritorio. Aquella mañana pasó algo extraño. El profesor José Armando se detuvo en la puerta del salón, como si fuese su primera vez y desde allí miró a cada niño a sus ojos, y después, como detallando el universo sonrió. Entró a paso lento con la mirada fija en su escritorio, mientras por sus recuerdos desfilaban tantos años de silenciosa entrega a algo, que aquel día, estaba teniendo otro significado.

Los niños aguardaban con una paciencia fingida mientras el profesor José Armando sacaba de su viejo maletín la lista de asistencia, una libreta verde oliva con un lomo manoseado y con notas intrincadas, como si fuese la partitura de una sinfonía que cada día tenía una tonada diferente.

Nuevamente miró a los niños y dibujó una sonrisa, como las que en cada madrugada se dibujaba en su rostro con gesto de gratitud; su rostro parecía rejuvenecer y de manera decidida volvió a meter en el maletín la vieja libreta… nunca más la volvió a sacar. Entonces, uno a uno los fue llamando por el nombre con el que fueron signados en el bautismo sin el rigor apretujado de los apellidos.

La paciencia fingida de los niños se fue tornando en un momento especial que aumentaba, como lo hacía el calor que ceñía las camisas a los cuerpos para sostenerlos. Luego, abriendo sus brazos, comenzó a hablar como si socavara de lo más hondo de su ser las palabras que los niños escuchaban con una especial actitud de gozo y gratitud… aquel día comenzó mi esperanza.  

Ya han pasado muchos años y este recuerdo de siempre me ha acompañado en silencio dejando sus huellas impregnadas, como aquel día caluroso que cambió la vida de todos; el profesor José Armando recreó nuestras vidas y nos abrió las puertas de senderos insospechados y prohibidos e hizo posible que las esperanzas alentadas por el aroma del agua de azahares se hicieran realidad.

 

Y vivimos inquietos para siempre…