Cuando estaba en el colegio

Un pequeño recuerdo de mi vida escolar.

Cuando estaba en el colegio

Autor: Jhoan Sebastián Perilla Trejos[1]

Resumen

Las pruebas de Estado que presentan los estudiantes en Colombia al finalizar su periodo de educación media modelan el contenido de las asignaturas, sus propósitos y sus objetivos, así como la estructura del sistema educativo, que, con el fin de que los estudiantes obtengan buenos resultados, de tal modo que las instituciones reciban un mayor apoyo del Estado, prioriza la memorización y la capacidad para resolver problemas teóricos, lo que deja de lado diferentes áreas de formación integral y el desarrollo de otros tipos de inteligencia. Además, esta problemática agrava otras falencias del sistema educativo, como es el caso de la falta de oportunidades generalizadas para ingresar a la educación superior, la disparidad que existe entre instituciones educativas privadas y públicas, y la vigencia de un sistema de calificaciones que se encarga de cuantificar a los estudiantes, mas no de cualificarlos. Reconocer que esta situación conforta un obstáculo contra la meta de establecer una educación de calidad es algo imperativo, pues de lo contrario no podríamos identificar hacia dónde deben dirigirse las acciones y proyectos que se encaminen a establecerla.    

Palabras clave: ICFES, educación tradicional, falencias, desafíos, inteligencias múltiples, desigualdad, cualificar, ODS, sociedad, integralidad, compromiso, educación de calidad.

       

Cuando estaba en el colegio, y me refiero a la fecha de 2019, año que, para muchos, marcó el verdadero inicio del siglo XXI, recuerdo que la mayor parte de las charlas que mantenía con mis compañeros giraban bajo la órbita de una única cuestión: los resultados de la prueba de Estado, más conocida como ICFES. Preguntas como «¿cuánto crees que vas a sacarte?, ¿cuál fue la prueba más difícil? o ¿cuál consideras que fue tu punto fuerte?» dominaban la conversación. Pero no nos limitábamos a especular sobre nuestro desempeño en el examen, sino que, además, haciendo gala de una inadvertida vocación de profetas, nos aventurábamos a especular sobre el futuro: «con mi puntaje, podré entrar a la universidad», «de seguro me gano la beca» o «dudo mucho qué pueda conseguir un cupo después de esos resultados». Y para algunos, esta última predicción se hizo realidad.

La prueba no sólo estaba presente en nuestras mentes, también en nuestras asignaturas. No había clase, espacio o charla previa al ICFES que no contuviese recomendaciones para combatir la ansiedad, consejos para escarbar la máxima cantidad de puntos, anécdotas de nuestros profesores en las que relataban sus propias experiencias, entre otras cosas que no hacían más que recalcarnos la importancia y solemnidad del evento al que pronto tendríamos que asistir. De la misma forma, una vez que ya habíamos presentado la prueba, las clases se tornaron en interrogatorios policiales perpetrados por los maestros y el personal directivo: «¿Cómo les fue? ¿Dejarán el alto en nombre de la institución?». De cualquier modo, fuese antes o después, el ICFES se mantuvo como el principio orientador de mi educación media.     

¿Por qué más de cincuenta y ocho personas de grado once, incluyéndome, y más de quinientos estudiantes que venían detrás, pensaban que su principal misión al asistir a clases consistía en obtener grandes resultados en la prueba ICFES? ¿Acaso lo hacíamos para mejorar la calificación nacional de nuestro colegio? Ciertamente, ese no era el motivo. Aunque el personal administrativo ponía mucho énfasis en que los puntajes obtenidos por los estudiantes reflejaban la calidad de la institución, lo cierto es que no teníamos ni el más mínimo interés en elevar su rango. Detrás de nuestra ambición, controlando nuestros nervios como los hilos de un títere, se hallaba oculto un objetivo más egoísta y desesperado, por lo que, si la calificación del colegio ascendía, lo haría a pesar de ello, no gracias a él.  

¿Podría ser, entonces, que nuestro afán de conseguir un buen resultado se debía a la posible vanagloria que pudiésemos arrogarnos? Al tratarse de una prueba tan mentada en el ámbito nacional, los que obtienen buenos resultados en ella se revisten de cierto estatus, se envuelven en un hálito de admiración, lo que provoca que, por añadidura, sean tildados como personas muy inteligentes —al menos, en lo que a resolución de conflictos y memoria se refiere—. Sin embargo, ni el estatus ni el crédito era lo que perseguíamos. De hecho, hubiésemos preferido no haber presentado el ICFES en primer lugar. Para muchos, la sola existencia de la prueba constituía una fuente constante de ansiedad y estrés, pues las implicaciones que tiene para la vida de un estudiante, en especial para los que no pueden costearse educación particular, abarcan desde el ingreso a la educación superior hasta el peligro de convertirse en la burla de sus compañeros. Siendo así, ningún mérito nos parecía lo suficientemente grande como para buscar el aplauso de los demás.

En este escenario donde los galardones y el reconocimiento resultaban superfluos para nosotros, ¿las razones que nos impulsaban a conseguir buenos resultados estaban conectadas de alguna manera con el aprendizaje? La respuesta, de nuevo, no es muy alentadora. Desde sus inicios, la prueba fue diseñada con la finalidad exclusiva

de apoyar los procesos de admisión de las universidades, pero no constituía un requisito indispensable para el ingreso a la educación superior. Sin ir más lejos, ya en su nombre encontramos los fines para los que fue planeada en un inicio, pues ICFES, por sus siglas, significa Instituto Colombiano para el Fomento de la Educación Superior (Perilla, J; et.al, 2022).

Pero a partir de 1980 comenzaría a establecerse como un requisito obligatorio —y permanente— para acceder a los niveles de educación más avanzados. Esta imposición de las pruebas de Estado significó que las asignaturas ya no se enfocarían en preparar a los estudiantes en la comprensión de sus principios, sino que velarían por que sacasen buenos resultados, pues eso otorgaría una acreditación de alta calidad a las instituciones educativas y, además, incrementaría los recursos económicos que el Estado depositase sobre ellas. Y los estudiantes lo sabíamos. Éramos conscientes de que el examen no iba a poner a prueba nuestra capacidad crítica de forma certera, que no iba a ponderar la profundidad de nuestras abstracciones, que no se molestaría en revisar nuestra capacidad de síntesis, sino que sólo necesitábamos afilar dos habilidades: la memoria y resolución de problemas. Todo lo demás eran adornos innecesarios. El ICFES, entonces, no venía a fortalecer los conocimientos que habíamos adquirido a lo largo de más de once años de estudios. Era al revés: once años de estudio, moldeados por los contenidos, los métodos y los objetivos de la prueba, habían fortalecido al ICFES.

Ante este panorama, ¿qué era, pues, lo que motivaba a más de cincuenta y ocho estudiantes de un colegio semiprivado de la ciudad de Armenia, Quindío, a conseguir buenos resultados en esta prueba? La respuesta es una sola palabra: necesidad. Necesitábamos obtener buenos puntajes. Y para entenderlo, debemos analizar el mecanismo de ingreso a la educación superior que opera en Colombia, pero cuyas consecuencias se comparten con otros países subdesarrollados.

En este país, existen dos maneras de vincularse a la educación universitaria: a través de instituciones privadas o por medio de instituciones públicas. La primera opción consiste en acercarse a las instituciones que, sin ser del Estado, han recibido una autorización expresa del Ministerio de Educación para impartir clases, formar profesionales y conferir títulos de validez nacional a los graduados. Es el camino más utilizado por las personas que, buscando desligarse de la autoridad de la prueba ICFES, deciden prescindir de su puntaje, pues este tipo de instituciones admiten una mayor flexibilidad a la hora de recibir a sus nuevos alumnos —siempre que, por supuesto, tengan el dinero suficiente mantener sus puertas abiertas—.

La otra alternativa, en cambio, no es tan voluble como la anterior y, de hecho, representa la única opción de casi 1’203.895 personas (Chacón Orduz, 2021). Para ingresar a una institución universitaria de carácter público se necesita, irrecusablemente, de dos cosas: el certificado con el puntaje de la prueba de Estado y bastante paciencia. Una vez entregado este documento, y dependiendo de cuál haya sido nuestro puntaje, obtendremos una respuesta. En caso de que nos llegue alguna. Cuanto mayor es el puntaje obtenido, mayor es la preferencia con que se trata al nuevo aspirante de la universidad, lo que le permite, en algunos casos, saltarse la fila de espera que otros llevan haciendo durante meses. Por otro lado, cuanto menor es el puntaje, menor es la posibilidad de que la persona pueda conseguir un cupo ya no en la carrera que quiere, sino en la que su calificación le brinde más oportunidades de entrar.

Por esta razón, salvo un par de excepciones, ninguno de mis compañeros de colegio, entre los que me incluyo, ni siquiera pensaba en la posibilidad de perfilarse hacia una universidad privada, pues para nosotros, un grupo de muchachos proveniente de un humilde barrio estrato dos, el segundo escalafón más bajo en el sistema de estratificación social, aquellos no eran espacios que nos recogieran. Sentíamos que no estaban hechos para personas como nosotros y, en cierta medida, nuestro sentimiento encerraba algo de verdad. En este sentido, para tener más posibilidades de acceder a la educación superior, los resultados de la prueba ICFES eran, al mismo tiempo, nuestro chaleco salvavidas o el tanque de oxígeno agotado cuyo peso nos hundía al fondo de fila de espera. Como ven, en realidad sólo teníamos una opción.

A pesar de lo desalentadora que haya podido sonar esta experiencia, lo cierto es que no debe tomarse como un generador de lástima, de vana empatía por el otro, sino como una pauta de reflexión. Este tipo de situaciones, que constituyen el diario vivir de millones de personas, nos señalan cuáles son los desafíos a los que se enfrenta la educación en la actualidad y, por lo tanto, nos permiten concentrar nuestros esfuerzos en acciones concretas. Preguntas como «¿por qué el único medio que tienen millones de personas para acceder a la educación superior es un puntaje escrito en un papel?, ¿para quiénes funciona la educación privada? o ¿por qué el sistema educativo se limita a que memoricemos cosas y luego las repliquemos?» son esenciales para encauzar esa voluntad de hacer algo.   

Y al respecto, tomando como base lo que he venido narrando, quiero señalar que esas acciones deben enfocarse en resolver, al menos a primeras, tres de las principales problemáticas de la educación en la actualidad: la desigualdad de oportunidades para acceder a la educación superior, la diferencia de calidad entre las instituciones públicas y privadas y los sistemas de evaluación que se basan en la memoria y la resolución de conflictos.

En primera instancia, la falta de oportunidades generalizadas en el acceso a la educación perpetúa las bajos niveles de población universitaria que todavía hoy se presentan en países subdesarrollados, lo que obliga a las personas que no tienen recursos suficientes como para permitirse ingresar a establecimientos de calidad certificada a recurrir a instituciones educativas cuyas condiciones dejan bastante que desear, como en lo referente a la planta física o al contenido y rigurosidad de las asignaturas. Incluso, esa disparidad en el acceso a la educación promueve la deserción escolar, pues en muchas ocasiones los estudiantes, al tener que elegir entre instituciones de baja calidad y no estudiar, prefieren meterse directamente a la vida laboral.   

En segundo lugar, y yendo en línea con el planteamiento anterior, otro aspecto que debe tenerse en cuenta si lo que se pretende es alcanzar una educación de calidad es la diferencia que existe entre establecimientos públicos y privados. Sin ir más lejos, los diez primeros colegios que obtuvieron mejores resultados en la prueba ICFES (calendario a y b) en el año 2021 fueron institutos de carácter privado, mientras que del puesto onceavo al quinceavo se hicieron presente los colegios públicos (Herrera, 2022). Estas diferencias abarcan desde la manera en que se orientan las clases hasta los recursos con que cuentan las instituciones, y en lo que a materia de resultados se refiere, como lo acabó de mostrar, las instituciones privadas suelen aventajar a las públicas. Es imperativo encontrar formas de reducir estas brechas educativas, pues de no hacerlo estaríamos yendo en contravía de la generalización de las oportunidades en la educación. De nada sirve incrementar la cobertura educativa si la calidad no la acompaña.

Por último, pero no menos importante, es necesario estructurar mejores sistemas de calificación, que cualifiquen en lugar de cuantificar, pues la calidad educativa no depende de las notas que obtienen los estudiantes, sino de la capacidad de los institutos y universidades para brindar formación crítica e integral a las personas. Y es que la noción de inteligencia, como lo expresó Howard Gardner, no se estanca en «la habilidad para responder a las cuestiones de un test inteligencia» (Gardner, 1993). Al contrario, señala que

la competencia cognitiva del hombre queda mejor descrita en términos de un conjunto de habilidades, talentos o capacidades mentales, que denominamos «inteligencias». Todos los individuos normales poseen cada una de estas capacidades en un cierto grado; los individuos difieren en el grado de capacidad y en la naturaleza de estas capacidades (Gardner, 1993).   

Por todo este conjunto de razones, podemos concluir que la educación de calidad no hace referencia únicamente a que existan los espacios para realizar la formación académica, ni tampoco se limita a una sarta de recursos de los que las instituciones sacan provecho, sino que engloba toda una serie de oportunidades generalizadas para el acceso a la educación, paridad entre instituciones de carácter público y privado, y requiere del establecimiento de sistemas de evaluación íntegros que se encarguen de formar personas, no entregar números. «Y es que como lo dijo alguna vez Albert Einstein: “todos somos genios, pero si juzgas a un pez por su habilidad de trepar árboles, vivirá toda la vida pensando que es un inútil”» (Perilla, J; et.al, 2022).

                   

Bibliografía

Chacón Orduz, M. (01 de Octubre de 2021). Así han caído las matrículas universitarias en Colombia por la pandemia. Obtenido de El Tiempo: https://www.eltiempo.com/vida/educacion/matriculas-universitarias-en-colombia-han-caido-por-la-pandemia-622133

Gardner, H. (1993). Inteligencias Múltiples La teoría en la práctica. Barcelona: Paidós. Recuperado de:
http://www.materialestic.es/transicion/apuntes/Gardner,Howard-inteligencias.multiples,la.teoria.en.la.practica(intro).pdf

Herrera, S. (01 de Enero de 2022). Cuáles fueron los mejores colegios de Colombia en la prueba Saber 11 y qué puntuación sacaron. Obtenido de As Colombia: https://colombia.as.com/colombia/2022/01/01/actualidad/1641054288_958837.html

Pardo, S., Cerón, N., & Perilla, J. (2022). ¿Por qué el sistema educativo en Colombia no se esmera en trascender?

 

 

 

 

 

 

 

 

[1] Estudiante de quinto semestre del programa de Gobierno y Relaciones Internacionales de la Universidad La Gran Colombia, seccional Armenia, Quindío, Colombia.